domingo, 24 de marzo de 2013

Soledad

 
 
Desde hace varios meses, me había llamado la atención una mujer mayor que siempre barría la banqueta de un edificio cerca del colegio de mi hijo.
 
Primero volteaba a ver ese lugar por curiosidad, pues yo frecuente en los 90's ese sitio al estar ahí establecido el consultorio de un dermatólogo que me trató varios meses.
 
En tiempos recientes, tomaba esa avenida para irme a trabajar luego de dejar a mi hijo en el colegio y ahí estaba ella.

Una mujer con cabello teñido de rojo, muy delgada, con una escoba en las manos en la que se recargaba mientras platicaba con conocidos (o tal vez también desconocidos) que pasaban por esa banqueta.
 
No sé por qué me daba la impresión que era una mujer deseosa de socializar y eso que la veía unos segundos únicamente.
 
Hace un par de semanas fuimos Juan Pablo y yo a un centro comercial para ir al cine.  Llegamos más de una hora antes de que iniciara la proyección de la película que veríamos.
 
Ahí estaba ella, sentada en una banca afuera del cinema y me senté a su lado.

Rápidamente comenzamos a platicar.
 
Ella comía un enorme vaso de nieve y aunque no me dijo su nombre, sí me dijo que casi todos los días pasaba todo el día en esa plaza comercial en la que todos la conocían.
 
Me contó la historia de trabajadores y trabajadoras de algunos de los locales comerciales.
 
Casi todos quienes pasaban a nuestro lado la saludaban amablemene y luego ella me presumía que me estaba diciendo la verdad, que ella siempre estaba en ese sitio y que por ello era la más conocida del  lugar.
 
Ella sigue igual, muy delgada, alta, ha de pisar los 70 años.
 
Es tan blanca de la piel que las arrugas le han hecho una mala jugada en ese rostro que aún tiene huellas de haber sido el de una mujer hermosa en la juventud.
 
Sus ojos son azules.
 
Ella me cuenta que en ese edificio en el que siempre la veo barriendo y platicando con peatones es propiedad de un hermano de ella que es cirujano plástico.  De mi dermatólogo, nada sabe, aunque sí lo conoce.
 
En cuanto le pregunté si era casada, soltera, viuda y si tenía hijos, su rostro afable se transformó, tal como si se hubiera amargado, aunque no tan al extremo.

De inmediato me dijo que jamás supo lo que era tener novio, que jamás fue besada y mucho menos había hecho el amor con un hombre (así con esas palabras).
 
Ella me cuenta que nunca nadie le lanzó un piropo, ni siquiera por aquellos sus ojos de color y que si iba a una boda o fiesta la frustraba que nadie hiciera el intento o tuviera la caballerosidad de invitarla a bailar alguna melodía.
 
Sentí tanto dolor y rencor en su forma de hablar.
 
Hace poco me dijo alguien que muchas personas nacen (y me incluyó) con la consigna de no casarse o vivir en pareja.  Que debemos acostumbrarnos y aceptarlo porque no todo en la vida es hacer vida en pareja.

Qué injusto me pareció su comentario viniendo de un hombre casado y, supongo, enamorado de su mujer con la que tiene dos hijos y aparentemente una vida ideal.
 
Esta mujer me dio una lección de que los seres humanos, definitivamente, no nacimos para estar solos.
 
Me dolió su dolor.

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